Con la llegada del buen tiempo, en el mes de mayo, tiene lugar una de las más arraigadas tradiciones de los Colegios Mayores, la ceremonia de imposición de “becas”. La “beca colegial” consiste en la concesión de la dignidad de colegial mayor, el reconocimiento de que se está seriamente implicado en la tarea colegial, y que ha demostrado su identificación con los fines que el Colegio Mayor persigue. El nuevo colegial mayor está obligado a dar testimonio en su vida colegial, universitaria, profesional y personal de las virtudes y cualidades que el Colegio trata de fomentar en los jóvenes universitarios. Este título, con los derechos y obligaciones que lleva aparejados, lo acreditará en lo sucesivo como miembro de pleno derecho del Colegio Mayor. Es pues, una distinción que exige un alto grado de compromiso y responsabilidad. Por eso, la “beca colegial” tiene un profundo significado.
La beca debe recordarnos la ayuda recibida, de nuestros padres, de nuestros profesores, de nuestras compañeras, del equipo del Buen Aire, para movernos al agradecimiento, para aprovechar el don recibido y para devolver a otros lo que, antes, otros hicieron por nosotros.
¿Por qué?
Es propio de las personas preguntarse el porqué de las cosas. Es lógico, así, que nos preguntemos, no por su significado ni por su trasfondo histórico, si no por el sentido que tiene para cada una de nosotras el recibir la beca colegial.
Tras dos años de dura brega con los libros, los planos o los microscopios, hacemos un alto para celebrar el éxito en el camino emprendido. Hemos recorrido felizmente una primera etapa de nuestros estudios universitarios, la más dura, porque ahora ya contamos con experiencias nuevas, recursos a los que acudir, y amigas, verdaderas amistades con las que hemos compartido largas noches de entregas, o largas noches de fiesta, eternas sobremesas, intrigas en la tele, y alguna lagrima que se ha dejado escapar.
Llegamos al Buen Aire asustadas, de la mano de nuestros padres, sin saber exactamente a lo que nos tocaría enfrentarnos. Cada una traía sus propias historias, contadas por familiares y amistades que ya habían comenzado su experiencia universitaria. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que todo es diferente, no es lo mismo escuchar como le gastaban las novatadas a aquella chica, que experimentar en primera persona la vergüenza de tener que declararte a un chico desconocido rodeada de gente que se lo está pasando en grande con la situación. Así, gracias a las ingeniosas inocentadas de las “veteranas” comenzaron a nacer vínculos entre nosotras, ayudándonos en las interpretaciones más difíciles durante nuestra particular “Lluvia de Estrellas”. Además, durante las convivencias conocimos a multitud de colegiales, que siempre han estado ahí para ayudar, en la medida de lo posible, ya sea recogiendo restos de paella como prestando trabajos imposibles de acabar.
Ahora mismo tengo en la cabeza mil y una experiencias vividas en el Buen Aire. No podré recordarlas todas con el paso del tiempo, pero sí a todas. Nunca podré olvidar a mis compañeras, con las que he compartido esta etapa de mi vida tan especial. Con ellas he conocido otros aspectos del mundo, otros puntos de vista, que me han hecho madurar, y todo gracias al Colegio Mayor. Como en toda casa, hay encuentros, discusiones y algunos roces, pero que al final acaban olvidándose quedando solo en un pequeño mal rato del que nos reímos ahora.
Alguna vez, alguien me ha preguntado qué tiene de especial un Colegio Mayor. Yo no sé si en todos las cosas serán más o menos iguales, pero el Buen Aire es especial. Su jardín, donde hemos dedicado tanto tiempo, paseos interminables evitando volver al trabajo, tardes de sol cuando se acerca el verano, y lugar por excelencia para las confidencias, allí nos lo hemos contado todo, fuera de las paredes de papel de pabellón, que a veces deseábamos romper para así poder estar todas juntas en las noches de tormenta. El comedor, y Pastori por supuesto, sus eternas broncas por coger dos piezas de fruta, que al final acaba por darte hasta tres naranjas para el zumo, y las largas sobremesas comentando las jugadas de la última fiesta. En la tele hemos reído, llorado y sufrido con las intrigas de los chicos de “El Internado”, y con el mundial de fútbol. La ancha, la ele, la estrecha y la biblioteca, el lugar que menos me gusta del colegio, quizá por las obligaciones que representa, pero que no restan valor a las madrugadas que he pasado con la mejor compañía que una puede desear. El salón de juegos representa para mí la vida en sí del colegio, allí es donde hemos vivido la mayoría de las experiencias en familia, todas juntas, Lluvia de Estrellas, las representaciones de las Cruces de Mayo y las eternas reuniones, luchando por la paella y la piscina, los dulces con chocolate en Navidad y los regalos anticipados de nuestras amigas invisibles. Además de los cursos de libre configuración, en los que hemos aprendido desde técnicas de primeros auxilios hasta nociones de economía, pasando por medio ambiente y buena alimentación. Y por supuesto, no puedo olvidar el pabellón, allí fuimos destinada toda la promoción 44. Es inevitable recordar cada momento vivido cuando paso por las habitaciones, las largas charlas en la 21, las “mini” fiestas de la 25, y la compañía en las duchas, donde nunca te encontrarías sola. Los eternos viajes en autobús, las mañanas con el desayuno en una mano y las carpetas en otra corriendo por todo el pasillo para no perderlo, los “intercambios intelectuales” entre todas para hacer más ameno el camino hacia el colegio. Y un lugar especial para mí, el calcador, ese que nos ha sacado de tantos apuros, en ese en el que hemos pasado tantas noches con maquetas y proyectos, en las que el tiempo pasaba tan deprisa que cuando te dabas cuenta ya era la hora de subir a la estrecha para ver amanecer. El Buen Aire es eso, el Buen Aire somos todas.
La beca colegial es, sobre todo, un símbolo. Lo importante no es el trozo de tela bordado con el escudo del colegio, aunque sin embargo tendrá un gran valor sentimental, lo importante es lo que representa: haber compartido una parte de mi vida con mis amigas y compañeras en el Mayor durante tres años, convirtiéndose en nuestra casa. La tela puede comprarse, venderse, perderse o reemplazarse, pero los años que he pasado en el Buen Aire y la forma en que esta experiencia ha cambiado mi vida, no.
Alba Iziar Montoya García
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